La casa

Escrito entre Cali y Bogotá en mayo de 2021.


I

Desde hace varios años, antes de que mis papás se murieran de un momento a otro en el 2016, le doy vueltas a lo que significa tener una casa. En ese año, ya me las apañaba bastante bien brincando entre Ciudad de México y Bogotá. Además, había vivido en varios lugares gracias a los que comprobé bajo método científico que la vida te puede caber en dos maletas, que yo ya había empacado, desempacado, vuelto a empacar, reducido, regalado y vuelto a comprar, varias veces.

Ellas me llevaron a vivir en ciudades adoradas (y también a hacerme cada vez más ligera de equipaje), pero sólo en momentos muy precisos a sentir el calor en el pecho relacionado a estar en “casa”, el que se asocia al hogar; donde te sientes cobijado. Esa suerte de refugio donde realmente puedes descansar porque ahí es difícil que te alcance el peso de los demás que está sobre ti. Ese lugar donde todo es más liviano porque está nivelado por el amor.

Lucía Berlín, en Manual para Mujeres de la Limpieza, tiene un relato llamado Luto (página 261) donde describe los pensamientos de una mujer que últimamente ha tenido que limpiar casas de gente que acaba de morir, además de ayudar a clasificar las cosas que dejaron para que alguien se quede con ellas o se donen. En cualquier caso, dice, “lo triste es qué poco se tarda”.

«Piensa en ello. Si murieras…

podría deshacerme de todas tus pertenencias

en dos horas como máximo».

Cuando lo leí -porque la literatura ha sido mi forma de transitar- recordé que al día siguiente de haber enterrado a mi mamá y tras hacer un montón de papeleos (porque ni muriéndose uno se libra de hacer vueltas), volví a la casa de Cartago sobre el medio día con la intención de sacar todas las cosas del closet de ella para instalar las de mi papá y que él pudiese estar cómodo. Ellos compartían habitación, pero la ropa de él estaba en otra.

Para las seis de la tarde yo ya había sacado y agrupado todo por categorías en bolsas con post its sobre cada una, que indicaban el nombre de alguna de mis tías, el de la señora que nos ayudaba en la casa, “botar” y “donar”. Además había organizado todos sus documentos (tarea que ella había dejado bastante adelantada en carpetas rotuladas por tema), encontrado todo lo necesario para hacer el traspaso de sus dos pensiones a mi papá, sacado todos los álbumes y fotos familiares, las cartas que le hicimos sus hijos a lo largo de años, y guardado bajo llave, tras darles informe estricto a mis hermanos, dinero, tarjetas y algunas joyas. Por supuesto, las cosas de mi papá ya estaban en su nuevo lugar y mi familia no dejaba de verme entre asombrada y admirada por mi capacidad de “solucionar” que nunca habían visto en acción.

Así fue como en una tarde, de una manera radicalmente práctica y sin pensarlo, resolví qué hacer con toda la vida de mi madre. Desocupé ese closet que yo conocía de la A a Z, porque durante los 16 años que viví sola con mis papás fui custodia, secretaria y detective privada de espacio, en las cuatro casas en las que habitamos. En los 14 años siguientes cuando volvía de visita, mi mamá, tan organizada y precavida, se encargaba de indicarme, a veces disimuladamente y a veces de forma clara y directa, dónde estaba qué, por si a ella le pasaba algo.

Un par de semanas después mi papá se murió de un infarto porque no soportó la vida sin ella. Tengo recuerdos muy borrosos de los días que vinieron después. Todos quedamos tan aturdidos que lo único que sé con certeza es que no volvimos a poner un pie en la casa, ni a mover nada en varios meses.

Pero como no hay plazo que no se cumpla, en algún fin de semana de marzo de 2017 nos encontramos para desocuparla.

II

Meses después de haber vaciado la casa de mi papás junto a mis hermanos y de traerme para mi apartamento en Bogotá cajas con libros, los cuentos que me leía mi mamá marcados con su letra y mi nombre (que pretendo seguir cargando a donde me vaya, porque muy, muy, muy en el fondo tengo la ilusión de traspasar todo el amor contenido en ellos a alguien más) mis calificaciones del kinder, la parte de las fotos familiares que me corresponden, algunos implementos de cocina y un par de muebles, volví a Cartago.

Me quedé en la casa de mi hermano Oscar, justo al lado de la de mis papás. Afuera hay una banca y un muro que rodea el antejardín donde siempre nos sentamos a charlar por las noches. Estábamos en esas, riéndonos entre todos de una anécdota reciente de alguno y quejándonos de los zancudos. En un acto reflejo, me paré y fui caminando descalza hacia mi casa, la casa de mis papás, para sacar un vaso de agua de la cocina.

Quise empujar la puerta para entrar como siempre hacía, cuando un escalofrío me recorrió el cuerpo, como el chirrido de una tiza en un tablero viejo. Frené en seco y a tiempo cuando vi, por primera vez, a través la ventana de piso a techo que hay al lado de la puerta, que mi casa ya no era mi casa, aunque en un papel de escritura pública dijera lo contrario. Estaba alquilada y la habitaba otra familia.

«Houses live and die: there is a time for building

And a time for living and for generation».

— T.S Eliot

Ahí, supe que mi casa se había esfumado. Que esas paredes que tanto me gustaban habían perdido todo sentido porque mis padres ya no existían. Me quedé huérfana a mis 30 (mi papá tuvo la ocurrencia de morirse el día de mi cumpleaños). El sentimiento de orfandad es cruel, doloroso y se siente de forma desoladora e inclemente en las entrañas, tengas 5 años o 78.

Mi casa, mi lugar en el mundo a dónde llegar, que eran ellos dos, se había ido. Dentro de esos muros ya no estaba mi mamá, ni sus matas, ni sus silencios (Pilar Quintana en la preciosidad de libro que es Los Abismos, me hizo pensar mucho en ambas cosas) que yo heredé. Tampoco estaba más su disciplina, ni sus cuidados, ni la fruta que me picaba todas las tardes. Tampoco estaban sus libros ni los que ella me compró durante años y que me dejaba escoger sin límites en una revista mágica llamada “El Círculo de Lectores”. Tampoco estaba mi papá llegando a las 6:00 p.m. en punto, como lo hizo toda la vida, con una bolsa llena de pan caliente que nos comíamos alrededor de la cocina con café recién colado. Cuánto amor nos demostraba con ese gesto, que jamás reemplazó por otra cosa ni cuando llegó a tener dinero, ni cuando le faltó.

Ya tampoco estaba él, cargándome en sus piernas, sin importar que lo rebasara en estatura, para llenarme de mimos y rascarme el brazo. No estaba su alegría, ni sus chistes que nos sabíamos de memoria pero que le aguantábamos porque tenía una chispa envidiable que empezaba a apagarse con los años. Se había ido su velocidad mental para conectar ideas y contar anécdotas con un sentido del humor finísimo, que sólo puede tener alguien muy inteligente.

La generosidad y la amplitud de corazón de ese par, que espero haber aprendido, no estaban más.

Todo el amor que me dieron a mi, su niña, ya no podía verlo ni tocarlo. Entonces, supe porqué desde que dejé de vivir con ellos a los 16 años, a los espacios donde viví nunca los llamé “mi casa”. Eran mi apartamento, mi depa, mi Airbnb, pero no mi casa. Porque de forma tácita ese lugar eran ellos.

III

En honor a la verdad, no puedo endosarle por completo a la muerte de mis padres el sentimiento de desarraigo que cargo hace años, como lo mencioné al principio. Ellos aún estaban vivos cuando yo me rehusaba a comprar algún mueble más allá de la cama y la tele en Bogotá, porque sabía que de esa manera sería más sencillo volverme a ir en cualquier momento. Uno tiene sus trucos.

Había domesticado la técnica de organizar un viaje cuando el tedio de pensarme a mí misma en exceso me alcanzaba o cuando todo se empezaba a sentir tan gris como el clima de esta ciudad; que donde uno se descuide, lo acaba de rematar. Cuán útiles resultan los cambios de estación para alegrar el espíritu. Qué ganas de salir a vivir cuando son las 8:00 p.m y afuera hay sol.

Irse, sin duda, da perspectiva. Baja el volumen. Alejarse en el sentido literal y kilométrico calma o refuerza las ideas. Te da la capacidad de medir los sentimientos en escala de fugaz a permanente. También distrae. Distrae, cuando por momentos tienes una casa que es el librero que se toma el tiempo de recomendarte títulos con criterio y sin afanes y llegas a la caja riéndote porque dijiste que esta vez sólo ibas a entrar a ver. Distrae, cuando tienes una casa que es la mesa más alegre del bar, donde siempre tienes el privilegio de estar, hasta que el mesero llega con vasos desechables a invitarnos amablemente a desalojar. Distrae, cuando tienes una casa en un Airbnb que te gusta más que la tuya, hasta que te reprochas porque no has hecho el empeño de darte una a la que en verdad quieras regresar. Distrae, cuando tienes una casa en esa ciudad que saliste a caminar, donde te embobas viendo cómo pega la luz en los edificios y los árboles hasta que te conmueves y te dan ganas de llorar.

Estar todo el rato en el mismo sitio te obliga a ser alguien,

A ser una identidad conocida. Si viajas, si estás viajando constantemente,

No te queda tiempo para pensarte a ti mismo, te quedas vagando en las ciudades,

En los andenes, en las carreteras, en los aeropuertos, en los sitios más inhóspitos.

Tu identidad se derrite, y entonces descansas».

— Manuel Vilas.

(Continuará).

El Doctor

(Lo escribí el febrero del 2014).

El sábado al medio día fui sola a cine a ver Philomena al lugar de siempre. A Jaime, el de la taquilla, le dio risa verme llegar casi en pijama como si fuera a entrar a la sala de mi casa. Ya me conocen. Compré la boleta para la penúltima silla junto al pasillo, como suelo hacerlo, para no tener que caminar con torpeza por encima de los demás con mi bandeja en la que se tambalean un tarro de crispetas, un perro caliente con mucha mostaza y una Coca – Cola light. Cuando me senté en mi lugar, escuché a varios de los acomodadores decir:

-“Es en esta sala doctor”. “Siga por acá, a su derecha doctor”. “Cuidado con el escalón, doctor, venga lo ayudo, doctor”. “Hacía días no venía, doctor”.

Todos parecían conocerlo y por la forma en que se referían a él supuse que se trataba de alguien importante; además de ser cliente fiel (como yo). Lo miré con curiosidad esperando a algún personaje público pero no reconocí su cara. Era un señor que ya pasaba los 80 años pero mantenía un aspecto elegante que daba cuenta de una posición social “distinguida”, como la de la mayoría de las personas que frecuentan ese cine del barrio Chicó y que mientras hacen fila para entrar a la función rememoran entre amigos sus años universitarios en la Paris de los setenta.

El doctor venía acompañado de un hombre de 40 años que lo guiaba en la oscuridad de la sala y trataba con disimulo de acelerar su paso lento y cansado por la edad. Al principio pensé que era alguno de los acomodadores del cine pero luego vi cómo el tipo – que era una especie de enfermero – ya con un poco de impaciencia, le señaló al doctor su asiento, que estaba junto al mío.

Con una entonación muy bogotana y llena de amabilidad, el doctor me pidió permiso para pasar pero no dejó que me parara. Con sorprendente habilidad él, su bastón y el hombre que lo acompañaba, pasaron por encima de mí, la bandeja, las crispetas, el perro caliente y la Coca – Cola Light.

Tan pronto se sentó, el doctor se quedó dormido y el hombre que lo acompañaba estiró la jeta, como diciendo “por qué carajos tengo que estar haciendo esto” y me miró buscando aprobación para su gesto. Por supuesto no atinó.

El doctor se despertó tres veces en los 98 minutos que duró la película: una porque alcanzó a oír un chiste que le causó gracia (a mí también me dio risa) y dos más para toser con mucha dificultad.

El doctor no tiene con quién ir a cine. Me pregunto si alguna vez se casó. ¿Dónde están sus amigos? ¿Dónde están sus hijos? Le iría mejor yendo sólo que con alguien que no lo quiere, pero no puede moverse por su cuenta y tiene que pagar por compañía. De cualquier manera, creo que podría escoger mejor. Como yo.

Al final de la película lloré por el doctor y por mi, y no por Philomena.

México, México

Desde que vi la noticia del terremoto y la conmovedora movilización de los mexicanos, estas palabras de Carlos Fuentes rondan en mi cabeza:

“Mi nombre es Ixca Cienfuegos. Nací y vivo en la ciudad de México, D.F. Esto no es grave. En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta. Afrenta, esta sangre que me punza como filo de maguey (…)
(…) Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire.

Lunario

En uno de mis viajes al D.F (sí, sí, yo sé) decidí irme sola a un concierto en el lunario del Auditorio Nacional. Entonces no era común que hubiera Wifi en todos lados, así que solía usar un Nokia casi desechable, de los que vendían en el OXXO. No tenía saldo y me preocupaba no encontrar cómo regresarme. Le conté eso al botones del hotel donde a veces me he quedado, sobre Álvaro Obregón en la Roma. Él me dijo: “tranquila señorita, yo mismo la subo a un taxi, anoto las placas y ahorita voy al Seven a ponerle carga a su teléfono. Usted váyase tranquila, que se le hace tarde para su concierto”.

Eso hice. Cuando salí y saqué el celular tenía varias llamadas perdidas. Marqué de vuelta y me contesta esa voz bondadosamente servicial: “señorita, soy el botones, sólo quería saber que había llegado bien y avisarle que ya tiene saldo. Por favor, anote este número para que desde ahí pida un taxi, aquí la estaremos esperando”. Esa preocupación genuina y esa vocación tan arraiga por ayudar, no se me olvidan.

Ojalá pudiera recordar su nombre. ¿Dónde lo habrá agarrado a él el terremoto del martes?

El Día que se Murió Gabo

El día que se murió Gabo Gabo era un viernes Santo y yo también estaba en la ciudad de México. Judith, la mujer sofisticada y amable del Airbnb donde me hospedaba acababa de servirme café “negro y sin azúcar, como dijiste que te gustaba”. Yo estaba leyendo con la puerta abierta en mi cuarto y conversábamos por el corredor mientras ella movía cosas en la cocina. De pronto vio su celular y de un tirón dejó lo que estaba haciendo y vino corriendo. Me abrazó -sin saber nada- y me dijo: “se murió Gabo, de verdad lo siento. Se nos fue”.

Ella no tenía por qué saber que gracias a él empecé a leer por gusto y cuenta propia. Ni que gracias a él pasé grandes tardes con mi mamá escogiendo y comprando sus libros. Aún así me dio un pésame sentido. Cuánta empatía.

Un rato después salí a caminar desde la Condesa por Álvaro Obregón hacia la Roma. Me atravesé Insurgentes y como si fuera un cuento escrito por él, durante las siguientes dos o tres cuadras adelante de mi aparecían personas que llegaban con la noticia de su muerte donde sus amigos que los esperaban en los restaurantes de la zona. Y ahí iba yo, llorando mientras veía cómo en las librerías de ese calle empezaban a cambiar sus vitrinas por la recién llegada noticia.

Tomé un taxi y al darle la dirección el señor que lo conducía me miró por el retrovisor y dijo:

¿Es de Colombia, verdad?

– Sí señor.

Cuánto lo siento.

Lloré. Lloramos. Todo el camino de ahí al centro me habló de Gabo, de sus libros favoritos y de cómo había cambiado su vida.

El día antes a Judith y a mí nos había despertado un temblor muy fuerte y ahí estábamos, dos mujeres desconocidas casi en calzones abrazadas en andén con otros vecinos en la misma situación. Se fue el agua en el edificio y ella me “coló” en su gimnasio para que yo me pudiera bañar. Después de ese susto se preocupó por mí como si tuviera a cargo una niña perdida. ¿Dónde le habrá tocado el terremoto del martes a ella? ¿estará bien? ¿y el taxista amigo?

Así es el México. Amoroso. Conmovedor. Hermano.

Benito Juárez

Cuando me mudé a allá a finales del 2009, tenía que atravesar el Benito Juárez de terminal a terminal para tomar mi vuelo a Monterrey con dos maletas enormes, un morral (que bien saben los que me conocen que pesa más que yo) y un bolso. Una pareja de señores del DF, que venían conmigo en avión desde Bogotá me identificaron y aceleraron el paso para alcanzarme:

-“¿Hasta dónde tienes que caminar con todo esto? ¿Y para qué lo vas a hacer sola si te podemos ayudar nosotros? al cabo no tenemos prisa y nosotros ya llegamos”.

La movilización de esta esta semana es una representación exponencial de esto, que yo tengo la fortuna de conocer hace tiempo.    

Mis Amigos

Mis primeros amigos mexicanos (que aún conservo) los hice en Buenos Aires en el 2005. Nos volvimos familia al instante. Familia que, además, me incluía en sus comidas para compartirme tortillas y frijoles cuando a ellos les mandaban (cuánto se aprecia el maíz cuando lo que abunda es la harina y la carne). Ojalá no se me hubiera dañado el back up donde tenía el video de la madrugada en que cantamos y bailamos Querida por la 9 julio.

Desde entonces una parte de mi corazón está en México. Ha sido mi casa y vuelve a serlo cada que regreso. Desde entonces mis amigos mexicanos se han multiplicado, se han hecho amigos de mis amigos en otras partes del mundo y a ellos también les han ayudado, como si fueran una extensión de mí.

Todos increíblemente talentosos en sus campos, tan generosos y no menos importante, tan albureros. México me los ha dado a ellos, que han sido mis compañeros de estudio, de trabajo, mis socios, mis amigos en el baile y en el dolor. Me han abierto su casa, me han dado la mano, un hombro o un tequila (o dos) cuando ha sido necesario. Me han ayudado a empacar y a desempacar, han cargado mis maletas, mis angustias y me han prestado sus sofás. Cada vez que los visito es como si la última vez que nos vimos hubiese sido ayer por la tarde.  

Los he visto enamorarse. Me he enamorado yo. Me han presentado a sus esposas o esposos, he visto crecer a sus hijos. He visto a sus familias formarse y me han hecho parte de ellas.

Desconocidos y amigos en México me han dado la mano siempre. En las vacas flacas y en las gordas, como un mezcal extra de cuenta del mesero al que le caíste bien y que te deja quedar adentro del bar así ya hayan cerrado porque se da cuenta que la plática en la que estás no quiere parar.

Cuando mis papás fallecieron, hace ya casi un año, a mí casa de Bogotá llegaron flores firmadas por varios amigos mexicanos que, aún viviendo en diferentes ciudades buscaron la forma de ponerse de acuerdo para hacerme sentir que estaban conmigo. Eso, además de llamadas, correos y mensajes que llevo desde entonces como pie de apoyo.

La cantidad de amigos que he hecho en ese país, afortunadamente, ya no me caben en los dedos de las manos. Sé, de corazón, que los puedo llamar así porque cuento con ellos: Me la han demostrado, lo siguen haciendo y sé que seguirá así para siempre. Por eso cuentan conmigo, pero en días como estos que tengo que ver sufrir al país desde lejos siento que eso no es suficiente…qué impotencia.

Sin embargo, verlos desbordados de solidaridad entre ellos, es absolutamente hermoso (aunque no me extraña verlos así, porque así son ellos).

El martes iba de regreso a mi oficina en Bogotá después del almuerzo cuando vi la noticia del terremoto. Fotos de edificios desplomados en calles que he caminado. La ciudad de México golpeada. Confundida. Desconcertada. Me senté en un andén y se me aguaron los ojos. No me alcanzaban los dedos para escribirle a todos ellos, para preguntarles si estaban bien. Justo hace un día había regresado de allá y tenía la nostalgia que siempre me pega cuando me voy de ahí. Quedé peor.

A mí no se me olvida lo que has hecho por mí, México. Ojalá pudiera hacer más por ti ahora.

«¿Explicarlo? No -se dijo- , creerlo, nada más. México no se explica; en México se cree, con furia, con pasión, con desaliento»

– Carlos Fuentes. La Región más Transparente.

 

La Educación

mamá1963

Los últimos meses he vuelvo a ver esta foto que ya había visto tantas veces en mi vida en los álbumes de la casa mis papás. Siempre me pareció magnífica, pero solo hasta ahora caigo en cuenta del poder que representa: mi mamá, en 1963 siendo la única mujer en el cuerpo de profesores en una escuela para hombres.

Siempre lo vi normal porque nunca la escuché sentirse discriminada o pionera. Jamás la oí quejarse ni alardear. Para mí siempre fue normal y hasta lógico que ella trabajara, que fuera desde sus veinte años económicamente independiente de mi papá, que no tuviera que consultarle para decidir qué vestido comprarse y que él jamás le hiciera un reclamo o se molestara por eso en plenos años sesenta.

Ví discutir a mis papás por muchas razones, pero jamás porque él minimizara el criterio o la opinión de mi mamá frente algo. Ahora que entiendo que los derechos que tenemos las mujeres hoy no cayeron del cielo y que aún muchas no tienen la posibilidad de trabajar y educarse y que todos los días tenemos que soportar posiciones machistas comprendo la magnitud de la modernidad que se veía en mi casa con todo y tratarse de dos personas que siempre vi mayores y tradicionales.

En 1985 llegué como un embarazo inesperado a hacer parte de mi familia, cuando mi mamá tenía 42 años y tres hijos por entrar a la universidad. Conmigo recién nacida, dándome todo el amor del mundo, ella iba a la universidad para obtener su título profesional de licenciada en preescolar. Para hacerlo tenía que viajar cada semana de Cartago a Armenia, trabajar, estar pendiente de la casa, ser esposa, cuidarme y trasnocharse estudiando. Yo era el conejillo de indias de ella y sus compañeras para probar lo que les enseñaban, ponían un colchón en la sala de la casa y experimentaban conmigo (gracias por eso).

Mamá1

Siempre fue independiente, nunca la vi pedir ayuda. Incluso siendo yo una niña viajamos mucho las dos solas y nunca vi que ella tuviera que “pedir permiso” para hacerlo. Antes de que yo naciera también viajó sola a Europa (hay unas fotos maravillosas de ella en Londres y Escocia).

Mi mamá nació en 1943 y fue profesora de básica primaria entre 1963 y el 2000. Mientras la tuve conmigo nunca dimensioné el impacto de su labor como educadora, porque la veía desde nuestra relación madre e hija. Sin embargo, durante su funeral en octubre del año pasado muchas personas que jamás había visto en mi vida se acercaron a darme un abrazo sincero y lleno de gratitud porque mi mamá había sido su maestra y con lágrimas en los ojos me contaban anécdotas que daban cuenta del impacto de su labor en sus vidas.

Cada que tengo la oportunidad de dar clases en una universidad o impartir una charla sobre mi trabajo en algún evento, pienso en ella cuando veo en los ojos de las personas que me escuchan el asombro de estar aprendiendo algo nuevo. Creo que nunca somos conscientes del todo del impacto que tiene compartir conocimiento con los demás. Cómo con lo que enseñamos podemos estarle cambiando la vida alguien.

“Teaching, may I say, is the noblest profession of all in a democracy.”

En su funeral, también entendí que su labor para educarlos a ellos y a mí no se limitó a las ciencias o las humanidades, o al montón de tardes que pasamos juntas seleccionado qué libros pedir ese mes en la revista del Círculo de Lectores o las veces que la cuestionaba sobre su preferencia por regalarle a los niños libros o juegos didácticos en vez de los juguetes de moda que aparecían en televisión.

Ese día, al a ver todas las personas que durante su vida trabajaron con nosotros en la casa ayudándonos con el aseo o las reparaciones con el mismo dolor y la misma gratitud que estaban  sus compañeras de trabajo, la familia, los vecinos, los amigos… entendí que mi mamá nos educó desde el ejemplo, sin necesidad de palabrerías, en la igualdad de género, de estrato y del respeto por la diferencia. En mi casa siempre hubo comida y espacio en la mesa por igual para nosotros como para las personas que nos ayudaban, así como en navidad siempre hubo regalos para ellos y para nosotros igual de buenos. Jamás vi en ella muestras de discriminación, machismo, prepotencia o tacañería. Siempre estuvo alejada del chisme y la indiscreción.

A pesar de su posición religiosa, su forma de ver la vida, tradicional y conservadora, y de que fuera muy difícil para ella que estuviera lejos de la casa, nunca se interpuso en mis decisiones de educación y por el contrario me apoyó, aunque la entristeciera tenerme lejos, a que me fuera estudiar fuera de Cartago y un par de veces fuera del país. Me dio la oportunidad de abrir mis ojos a otras culturas, estilos de vida, educación. Siempre se interesó con amor y respeto por mis amigos y la familia extendida que hice en esos viajes, a pesar de que ellos fueran de otras religiones o posiciones ideológicas tan diferentes a las suyas.

Ella nunca tuvo que decirme cómo llevar mi vida, simplemente me lo mostró a través la suya.

Gracias, Má.