Desde que vi la noticia del terremoto y la conmovedora movilización de los mexicanos, estas palabras de Carlos Fuentes rondan en mi cabeza:
“Mi nombre es Ixca Cienfuegos. Nací y vivo en la ciudad de México, D.F. Esto no es grave. En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta. Afrenta, esta sangre que me punza como filo de maguey (…)
(…) Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire“.
Lunario
En uno de mis viajes al D.F (sí, sí, yo sé) decidí irme sola a un concierto en el lunario del Auditorio Nacional. Entonces no era común que hubiera Wifi en todos lados, así que solía usar un Nokia casi desechable, de los que vendían en el OXXO. No tenía saldo y me preocupaba no encontrar cómo regresarme. Le conté eso al botones del hotel donde a veces me he quedado, sobre Álvaro Obregón en la Roma. Él me dijo: “tranquila señorita, yo mismo la subo a un taxi, anoto las placas y ahorita voy al Seven a ponerle carga a su teléfono. Usted váyase tranquila, que se le hace tarde para su concierto”.
Eso hice. Cuando salí y saqué el celular tenía varias llamadas perdidas. Marqué de vuelta y me contesta esa voz bondadosamente servicial: “señorita, soy el botones, sólo quería saber que había llegado bien y avisarle que ya tiene saldo. Por favor, anote este número para que desde ahí pida un taxi, aquí la estaremos esperando”. Esa preocupación genuina y esa vocación tan arraiga por ayudar, no se me olvidan.
Ojalá pudiera recordar su nombre. ¿Dónde lo habrá agarrado a él el terremoto del martes?
El Día que se Murió Gabo
El día que se murió Gabo Gabo era un viernes Santo y yo también estaba en la ciudad de México. Judith, la mujer sofisticada y amable del Airbnb donde me hospedaba acababa de servirme café “negro y sin azúcar, como dijiste que te gustaba”. Yo estaba leyendo con la puerta abierta en mi cuarto y conversábamos por el corredor mientras ella movía cosas en la cocina. De pronto vio su celular y de un tirón dejó lo que estaba haciendo y vino corriendo. Me abrazó -sin saber nada- y me dijo: “se murió Gabo, de verdad lo siento. Se nos fue”.
Ella no tenía por qué saber que gracias a él empecé a leer por gusto y cuenta propia. Ni que gracias a él pasé grandes tardes con mi mamá escogiendo y comprando sus libros. Aún así me dio un pésame sentido. Cuánta empatía.
Un rato después salí a caminar desde la Condesa por Álvaro Obregón hacia la Roma. Me atravesé Insurgentes y como si fuera un cuento escrito por él, durante las siguientes dos o tres cuadras adelante de mi aparecían personas que llegaban con la noticia de su muerte donde sus amigos que los esperaban en los restaurantes de la zona. Y ahí iba yo, llorando mientras veía cómo en las librerías de ese calle empezaban a cambiar sus vitrinas por la recién llegada noticia.
Tomé un taxi y al darle la dirección el señor que lo conducía me miró por el retrovisor y dijo:
¿Es de Colombia, verdad?
– Sí señor.
Cuánto lo siento.
Lloré. Lloramos. Todo el camino de ahí al centro me habló de Gabo, de sus libros favoritos y de cómo había cambiado su vida.
El día antes a Judith y a mí nos había despertado un temblor muy fuerte y ahí estábamos, dos mujeres desconocidas casi en calzones abrazadas en andén con otros vecinos en la misma situación. Se fue el agua en el edificio y ella me “coló” en su gimnasio para que yo me pudiera bañar. Después de ese susto se preocupó por mí como si tuviera a cargo una niña perdida. ¿Dónde le habrá tocado el terremoto del martes a ella? ¿estará bien? ¿y el taxista amigo?
Así es el México. Amoroso. Conmovedor. Hermano.
Benito Juárez
Cuando me mudé a allá a finales del 2009, tenía que atravesar el Benito Juárez de terminal a terminal para tomar mi vuelo a Monterrey con dos maletas enormes, un morral (que bien saben los que me conocen que pesa más que yo) y un bolso. Una pareja de señores del DF, que venían conmigo en avión desde Bogotá me identificaron y aceleraron el paso para alcanzarme:
-“¿Hasta dónde tienes que caminar con todo esto? ¿Y para qué lo vas a hacer sola si te podemos ayudar nosotros? al cabo no tenemos prisa y nosotros ya llegamos”.
La movilización de esta esta semana es una representación exponencial de esto, que yo tengo la fortuna de conocer hace tiempo.
Mis Amigos
Mis primeros amigos mexicanos (que aún conservo) los hice en Buenos Aires en el 2005. Nos volvimos familia al instante. Familia que, además, me incluía en sus comidas para compartirme tortillas y frijoles cuando a ellos les mandaban (cuánto se aprecia el maíz cuando lo que abunda es la harina y la carne). Ojalá no se me hubiera dañado el back up donde tenía el video de la madrugada en que cantamos y bailamos Querida por la 9 julio.
Desde entonces una parte de mi corazón está en México. Ha sido mi casa y vuelve a serlo cada que regreso. Desde entonces mis amigos mexicanos se han multiplicado, se han hecho amigos de mis amigos en otras partes del mundo y a ellos también les han ayudado, como si fueran una extensión de mí.
Todos increíblemente talentosos en sus campos, tan generosos y no menos importante, tan albureros. México me los ha dado a ellos, que han sido mis compañeros de estudio, de trabajo, mis socios, mis amigos en el baile y en el dolor. Me han abierto su casa, me han dado la mano, un hombro o un tequila (o dos) cuando ha sido necesario. Me han ayudado a empacar y a desempacar, han cargado mis maletas, mis angustias y me han prestado sus sofás. Cada vez que los visito es como si la última vez que nos vimos hubiese sido ayer por la tarde.
Los he visto enamorarse. Me he enamorado yo. Me han presentado a sus esposas o esposos, he visto crecer a sus hijos. He visto a sus familias formarse y me han hecho parte de ellas.
Desconocidos y amigos en México me han dado la mano siempre. En las vacas flacas y en las gordas, como un mezcal extra de cuenta del mesero al que le caíste bien y que te deja quedar adentro del bar así ya hayan cerrado porque se da cuenta que la plática en la que estás no quiere parar.
Cuando mis papás fallecieron, hace ya casi un año, a mí casa de Bogotá llegaron flores firmadas por varios amigos mexicanos que, aún viviendo en diferentes ciudades buscaron la forma de ponerse de acuerdo para hacerme sentir que estaban conmigo. Eso, además de llamadas, correos y mensajes que llevo desde entonces como pie de apoyo.
La cantidad de amigos que he hecho en ese país, afortunadamente, ya no me caben en los dedos de las manos. Sé, de corazón, que los puedo llamar así porque cuento con ellos: Me la han demostrado, lo siguen haciendo y sé que seguirá así para siempre. Por eso cuentan conmigo, pero en días como estos que tengo que ver sufrir al país desde lejos siento que eso no es suficiente…qué impotencia.
Sin embargo, verlos desbordados de solidaridad entre ellos, es absolutamente hermoso (aunque no me extraña verlos así, porque así son ellos).
El martes iba de regreso a mi oficina en Bogotá después del almuerzo cuando vi la noticia del terremoto. Fotos de edificios desplomados en calles que he caminado. La ciudad de México golpeada. Confundida. Desconcertada. Me senté en un andén y se me aguaron los ojos. No me alcanzaban los dedos para escribirle a todos ellos, para preguntarles si estaban bien. Justo hace un día había regresado de allá y tenía la nostalgia que siempre me pega cuando me voy de ahí. Quedé peor.
A mí no se me olvida lo que has hecho por mí, México. Ojalá pudiera hacer más por ti ahora.
«¿Explicarlo? No -se dijo- , creerlo, nada más. México no se explica; en México se cree, con furia, con pasión, con desaliento»
– Carlos Fuentes. La Región más Transparente.
De esas historias que se escriben con el corazón. Gracias
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